Estoy en la Luna
El diario secreto de Henrietta S. Leavitt - Vie, 07/06/2013
"Pero, ¿sabemos si hay agua en la Luna?", se pregunta Henrietta, para contestar a continuación "pues sí y no". Una respuesta completamente insatisfactoria que, a la luz de los datos, puede que sea la única posible a día de hoy. Los encuentros (y desencuentros) de agua en la Luna se suceden sin apenas contextualización, de modo que quienes leemos las noticias descubrimos cada seis meses que la Luna está seca o mojada, sin apenas entender por qué. Así que este artículo busca aportar un contexto al tema: ¿hay de verdad agua en la Luna? Y, lo que es más importante, ¿qué indicios o pruebas tenemos de ello? Al indagar un poco sorprende el rotundo desacuerdo sobre el tema, de modo que es prácticamente imposible responder a la primera pregunta. Pero sí podemos investigar sobre la segunda, de modo que nuestro criterio nos permita determinar cuándo hay un exceso de interpretación, casi siempre debido al deseo de demostrar que nuestro satélite alberga agua.
Desde hace mucho se sabe que la Luna no puede retener agua líquida ni vapor de agua, de modo que las opciones se limitan a dos: que exista en bajas concentraciones en forma de minerales hidratados o de forma difusa en la superficie o, y esta es la gran esperanza si se piensa en asentamientos lunares, en forma de hielo en los cráteres polares. Algunos de estos cráteres nunca reciben luz solar y se consideran “trampas frías”, es decir, regiones donde el hielo, quizá procedente de meteoritos o cometas, o incluso acumulado lentamente durante miles de millones de años, puede conservarse estable durante periodos geológicos. Y, para determinar si existe agua en estas formas, se emplean varios medios. El primero, y quizá el más capaz de dirimir la cuestión, es la toma de muestras: contamos con trescientos veintisiete gramos de “luna” traídos a la Tierra por las misiones lunares soviéticas y con los más de trescientos ochenta kilos de las misiones estadounidenses Apolo. El problema de las muestras reside en que son locales, y sus resultados pueden no ser generalizables al resto de la geografía lunar. Para una investigación global se emplean técnicas indirectas, como la espectroscopía y el radar. Pero, como siempre puede existir ambigüedad en la interpretación de los datos obtenidos remotamente, por mucha calidad que tengan, lo idóneo sería taladrar el suelo donde las técnicas indirectas apuntan a la existencia de hielo y analizarlo. Y parece que eso no se producirá en breve.
Fragmento de suelo lunar recogido por el programa Apolo. Fuente: NASA.
Muestras lunares
Como el tema resulta muy complejo y hay teorías para todos los gustos, comenzaremos con lo fácil: ¿qué nos dicen los casi cuatrocientos kilos de polvo y roca lunares de que disponemos? ¿Hay agua en la Luna? Pues sí y no (esta respuesta va a ser una constante a lo largo de todo este artículo). Ciento setenta gramos de ese material, recogidos en 1976 por la sonda soviética Luna 24 mediante un taladro que obtuvo una muestra de dos metros de profundidad, fueron examinados en Moscú y, según los investigadores, no solo contenía un 0,1% de agua, sino que la proporción iba en aumento con la profundidad. El estudio señalaba que la muestra no parecía presentar tendencia a absorber el agua ambiental, pero tampoco negaron por completo la posibilidad de que se hubiera contaminado en el laboratorio. En cambio, las muestras de las misiones Apolo, mucho más secas que la mayoría de los meteoritos, enterraron la esperanza de hallar agua en la Luna y los resultados soviéticos nunca llegaron a tener repercusión o a ser revisados.
La Tierra, vista desde la Luna por la misión Selene/Kaguya. Fuente: JAXA/NHK.
Lo que sí fue revisado, en 2008, es parte de las muestras del programa Apolo y, en particular, un tipo de guijarros conocidos como cristales lunares volcánicos, formados hace más de tres mil millones de años cuando la Luna sí presentaba vulcanismo. Empleando una técnica más precisa que las antes utilizadas, un grupo estadounidense halló agua, cloro, flúor y azufre en los diminutos cristales y en pequeñas proporciones (cuarenta y seis partes por millón en el caso del agua), y distinguieron un patrón que parecía indicar que los gases se hallaban en un proceso de escape. Incluso elaboraron modelos que, basándose en ese proceso, podrían calcular la cantidad de agua que entonces albergaba la Luna, y que resultaba similar a la que contiene el manto terrestre. Aunque en este caso estaríamos hablando de agua existente en un pasado remoto y que se perdió debido a las erupciones volcánicas, tampoco hay consenso entre la comunidad científica: el pasado año, un grupo de geoquímicos descubrió que la proporción de cloro en los cristales lunares volcánicos apuntaba, nuevamente, a que la Luna siempre ha estado seca. El estudio se basaba en las cantidades de cloro 35 y cloro 37, los dos isótopos estables del cloro que, en la Tierra, mantienen una proporción de tres a uno debido en cierto sentido a la existencia de agua: durante las erupciones volcánicas, el cloro 35 escapa en forma de vapor mucho más rápido que el cloro 37 que, sin embargo, también consigue escapar en forma de vapor al enlazarse con el hidrógeno. De este modo, los efectos se cancelan. Pero en un mundo carente de hidrógeno (y por lo tanto de agua, ya que el hidrógeno es su principal constituyente y uno de sus trazadores), el cloro 35 sigue escapándose mientras que el cloro 37 permanece en el magma. Y como las proporciones de cloro lunares coinciden con este escenario, los investigadores concluyeron que el contenido de hidrógeno en el magma lunar es realmente escaso.
En cualquier caso, las muestras nunca son concluyentes a no ser que la afirmación sea rotunda: siempre puede pensarse que el agua puede estar donde no se excavó y, de hecho, tanto el programa soviético Luna como el estadounidense Apolo se limitaron a las regiones ecuatoriales. Había que buscar más.
Uno de los astronautas del programa Apolo sobre la superficie lunar. Fuente: NASA.
En busca de átomos y moléculas
En 1998, la NASA lanzó la misión Lunar Prospector, que permaneció en órbita en torno a la Luna durante dieciocho meses. Uno de sus instrumentos estaba diseñado para detectar excesos de hidrógeno en los cincuenta centímetros superiores del suelo lunar, lo que puede constituir un indicio de la existencia de agua dado que el hidrógeno es su principal componente. Los resultados indicaron, de hecho, un exceso de hidrógeno en ambos polos, lo que podría suponer la existencia de agua pero, también, de hidrógeno molecular o de hidrógeno atrapado en otras moléculas. Así, los datos de esta técnica, también empleada por la misión Lunar Reconnaissance Orbiter (LRO) con resultados positivos, deberían ir acompañados de ciertas dosis de precaución: constituyen un indicador que señala hacia dónde mirar en la búsqueda de agua, pero no garantizan su presencia.
Imágenes del interior del cráter Shackleton tomadas por la misión Selene/Kaguya que demuestran que carece de depósitos de hielo en las regiones permanentemente oscuras.
Otra opción para cartografiar las regiones que puedan contener agua consiste en buscar un grupo molecular determinado: se sabe que el grupo OH, es decir, las moléculas formadas por hidrógeno y oxígeno entre las que se encuentra el agua (formada por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno) absorben la luz en ciertas longitudes de onda. Existe, por ejemplo, una absorción muy clara en el infrarrojo, en la línea de tres micras, que puede detectarse con un espectroscopio y que constituye una traza clara de este grupo molecular. Este método hizo posible un hallazgo que, en 2009, tuvo gran repercusión: un instrumento a bordo de la misión india Chandrayaan 1 halló la típica absorción de tres micras prácticamente a lo largo de toda la superficie lunar, y fue confirmada con el análisis de los datos que obtuvo la misión Cassini en su sobrevuelo en 1999 y por la misión Deep Impact, que vuela hacia su encuentro con un cometa. Pero esta señal no apunta solo a la existencia de agua, sino que también puede deberse a la existencia de otro material, el hidroxilo, cuya molécula está formada por un átomo de hidrógeno y otro de oxígeno. Y, de momento, no se dispone de un método para distinguirlas. Sin embargo, se han hallado cambios en la intensidad de la señal con respecto a los ciclos día y noche: por ejemplo, en las regiones ecuatoriales que alcanzan altas temperaturas durante el día, la señal se disipa para volver a aparecer con la oscuridad. Dado que las moléculas de OH deben estar enlazadas con los minerales de la superficie, y que el hidroxilo muestra enlaces más fuertes que el agua y, por lo tanto, menos capacidad de variación, se cree que la señal puede atribuirse a un ciclo de agua: los átomos de hidrógeno procedentes del viento solar pueden reaccionar con los minerales lunares que contienen oxígeno y producir agua en la superficie, que se disipa con la luz solar y resurge cuando cae la noche y bajan las temperaturas. Pero hay que destacar que, aunque lo que produce la señal sean moléculas de agua y no de hidroxilo, estaríamos hablando de cantidades de agua inferiores a las existentes en el desierto más seco de la Tierra.
¿Hielo o rugosidad?
Otro de los grandes debates con respecto al agua lunar ha girado en torno a las investigaciones con radar, que permiten "ver" en las regiones oscurecidas y cuyo funcionamiento, aunque plagado de términos algo complejos, resulta comprensible: se emite una señal en la longitud de onda de radio que posee una polarización circular hacia la derecha y se observa cómo esa señal rebota desde la región lunar donde se apuntó. Y, dependiendo de cómo nos sea devuelta la señal, conoceremos el tipo de superficie sobre la que incidió. En las regiones ecuatoriales de la Luna, como aquellas donde aterrizaron las misiones Apolo, la señal rebota con la dirección opuesta, hacia la izquierda, de modo que se le atribuye un cociente de polarización circular bajo. Se sabe que el hielo actúa como un medio transparente a la señal de radio, y que las ondas se dispersan y reflejan varias veces de modo que, al regresar, muchas de ellas retornan con la misma dirección, mostrando un cociente de polarización circular alto. Así, un cociente alto constituye un indicio de la existencia de hielo, y eso fue precisamente lo que encontró la sonda Clementine en 1994 en el polo sur lunar. Pero, desafortunadamente, no es la única interpretación: una superficie muy rugosa, como una región volcánica o un cráter reciente, puede presentar muchos ángulos que reflejen la señal y produzcan también un cociente de polarización circular alto. De hecho, astrónomos que trabajan con esa misma técnica en el telescopio de Arecibo (Puerto Rico) hallaron cocientes altos tanto en las regiones iluminadas por el Sol como en los cráteres polares y, si bien en un principio sugirieron la posibilidad de que en esos cráteres sí hubiera hielo, con los años han concluido que los cocientes altos se deben solo a la rugosidad del terreno: entre 1997 y 2006 presentaron observaciones en gran detalle que comparaban cráteres permanentemente oscuros, como el Shackelton, con otros donde sí llega la luz solar (y donde es imposible la existencia de hielo) como el Schomberger G y, ante las similitudes, consideraron cerrado el debate sobre el hielo lunar con un rotundo no. Resulta curioso que, en un ensayo publicado en 2006, un astrónomo que había participado en la misión Clementine mostrara sus dudas con respecto a las similitudes entre ambos cráteres y mostrara la posibilidad teórica de que en el fondo del Shackelton sí hubiera hielo. En 2009, los sensores de alta resolución de la misión japonesa Selene/Kaguya penetraron en la oscuridad de este cráter y de otros del polo sur lunar y demostraron que sus suelos, definitivamente, carecen de depósitos de hielo. Pero, de nuevo, en 2010 leíamos que sí hay hielo, pero ahora en el polo norte: el instrumento Mini-SAR a bordo de la misión india Chandrayaan-1, hallaba cuarenta cráteres “helados”. La prueba, nuevamente, es un cociente alto de polarización circular que también podría interpretarse como rugosidad del terreno. Sin embargo, recurren a otro criterio: se supone que los cráteres recientes mostrarían rugosidad tanto en el interior como en la ladera del cráter, y han hallado algunos cráteres “anómalos” que solo muestran un cociente de polarización circular alto en el interior. Según los responsables de la misión, esto “es consistente” con la existencia de hielo en las profundidades de los cráteres, lo que, siguiendo la evolución de las noticias que hemos comentado al principio, se convierte en el titular “toneladas de agua halladas en la Luna”. Tras leer la ingente cantidad de artículos sobre el agua lunar uno se vuelve suspicaz y tiende a desconfiar de las interpretaciones demasiado optimistas, sobre todo cuando, curiosamente, todos los cráteres anómalos se encuentran en el polo norte (parece más probable que no exista hielo que la opción de que solo exista en uno de los polos).
Y así llegamos al final de este artículo sin una respuesta clara sobre el agua lunar. "Las afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias", dice una sentencia empleada en respuesta a los resultados sobre el agua lunar. Parece que, de momento, carecemos de esas evidencias.
Imágenes de radar de varios cráteres del polo sur lunar que muestran el índice de polarización circular, que puede indicar la presencia de hielo pero también de la existencia de material rugoso. Fuente: Nature.